viernes, 26 de junio de 2009

No consentirás pensamientos ni deseos impuros


El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón . Ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo.San Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Siguiendo la tradición catequética católica, el noveno mandamiento prohíbe la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno.En sentido etimológico, la ‘concupiscencia’ puede designar toda forma vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El apóstol san Pablo la identifica con la lucha que la ‘carne’ sostiene contra el ‘espíritu’. Procede de la desobediencia del primer pecado . Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados.En el hombre, porque es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, y se desarrolla una lucha de tendencias entre el ‘espíritu’ y la ‘carne’. Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y, al mismo tiempo, confirma su existencia. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual: Para el apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino que trata de las obras -mejor dicho, de las disposiciones estables-, virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello el apóstol escribe: ‘si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu’.

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